jueves, 26 de diciembre de 2013

Navidad: "La Palabra se hizo carne"

Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la percibieron.

La Palabra era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre.

Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.


(Juan 1, 1-ss)


La Navidad casi es una fiesta de todos, incluso de los que no son cristianos. Es un tiempo de reunión, de memoria, de encuentro.

La noche en la que nació Jesús fue ese tiempo propicio donde se encontraron el hombre y su Dios. Un Dios que se hizo y se sigue haciendo cercano.

Es una invitación a contemplar el Pesebre.

Marìa, José y el Niño, junto a los animales y los pastores. Una sencillez poblada. Un silencio lleno de la Palabra. La pobreza inundada por la riqueza de un Dios fiel. Las tinieblas invadidas por la luz.

El pesebre tiene que ser nuestro corazón, invitado a despojarse de todo aquello que puede ocupar en el corazón el lugar para Jesús.

Es una invitación al silencio contemplativo que deje lugar a la Palabra, para que ella se "haga carne" en nosotros, en nuestras vidas, en nuestra existencia.

Pobreza y silencio que nos haga centrarnos en lo profundo. Descubrir lo superficial que nos aturde y los ruidos que no dejan escucharnos ni escucharlo a Dios.

Pidamos en estos días crecer en el misterio del nacimiento. 

Pidamos silencio y contemplación.

María nos conduzca al encuentro con su Hijo.

Bendiciones
P. Javier









martes, 3 de diciembre de 2013

3 de diciembre - San Francisco Javier

Comparto un pedacito de una carta de san Francisco Javier a san Ignacio, tomada del oficio de lecturas...


(De la Vida de Francisco Javier, escrita por H. Tursellini, Roma 1956, libro 4, cartas 4 [1542] y 5 [1544])


¡AY DE MÍ SI NO ANUNCIARA LA BUENA NUEVA!

Visitamos las aldeas de los neófitos, que pocos años antes habían recibido la iniciación cristiana. Esta tierra no es habitada por los portugueses, ya que es sumamente estéril y pobre, y los cristianos nativos, privados de sacerdotes, lo único que saben es que son cristianos. No hay nadie que celebre para ellos la misa, nadie que les enseñe el Credo, el Padrenuestro, el Avemaría o los mandamientos de la ley de Dios.

Por esto, desde que he llegado aquí, no me he dado momento de reposo: me he dedicado a recorrer las aldeas, a bautizar a los niños que no habían recibido aún este sacramento. De este modo, purifiqué a un número ingente de niños que, como suele decirse, no sabían dis
tinguir su mano derecha de la izquierda. Los niños no me dejaban recitar el Oficio divino ni comer ni descansar, hasta que les enseñaba alguna oración; entonces comencé a darme cuenta de que de ellos es el reino de los cielos.

Por tanto, como no podía cristianamente negarme a tan piadosos deseos, comenzando por la profesión de fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, les enseñaba el Símbolo de los apóstoles y las oraciones del Padrenuestro y el Avemaria. Advertí en ellos gran disposición, de tal manera que, si hubiera quien los instruyese en la doctrina cristiana, sin duda llegarían a ser unos excelentes cristianos.

Muchos, en estos lugares, no son cristianos, simplemente porque no hay quien los haga tales. Muchas veces me vienen ganas de recorrer las universidades de Europa, principalmente la de París, y de ponerme a gritar por doquiera, como quien ha perdido el juicio, para impulsar a los que poseen más ciencia que caridad, con estas palabras: «¡Ay, cuántas almas, por vuestra desidia, quedan excluidas del cielo y se precipitan en el infierno!»

¡Ojalá pusieran en este asunto el mismo interés que ponen en sus estudios! Con ello podrían dar cuenta a Dios de su ciencia y de los talentos que les han confiado. Muchos de ellos, movidos por estas consideraciones y por la meditación de las cosas divinas, se ejercitarían en escuchar la voz divina que habla en ellos y, dejando de lado sus ambiciones y negocios humanos, se dedicarían por entero a la voluntad y al arbitrio de Dios, diciendo de corazón: «Señor, aquí me tienes; ¿qué quieres que haga? Envíame donde tú quieras, aunque sea hasta la India.»