jueves, 25 de mayo de 2017

Palabras del Cardenal Poli en el Te Deum del 25 de mayo de 2017

Te Deum
25 de Mayo de 2017

Juan 16, 16-23


La liturgia de la Palabra nos ofrece este iluminador texto del Evangelio de San Juan para dar gracias a Dios por pertenecer a una Patria que comienza a transitar su tercer centenario de vida.

¿Por qué comenzamos con la proclamación de un texto bíblico?

La respuesta nos la da San Pablo cuando enseña que «toda la Escritura está inspirada por Dios, y es útil para enseñar y para argüir, para corregir y para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer siempre el bien» (2° Tm 2,16-17). La elección del Evangelio proclamado, nos une a los cristianos de todo el mundo, los que hoy se encuentran con Jesús al escuchar esta misma Palabra. También las personalidades de Mayo y Tucumán encontraron en la Palabra de Dios una fuente de inspiración y fortaleza para sumarse a la causa emancipadora.

Con la misma confianza de nuestros mayores, vayamos a un nuevo encuentro con la persona del Señor, Palabra eterna del Padre Dios, que al encarnarse no hizo alarde de su condición divina, sino que se anonadó, se presentó como un esclavo y compartió con los hombres de su tiempo como uno de tantos (cfr. Flp 2,6-7).

El breve texto de San Juan es parte de un extenso discurso que pronuncia Jesús después que lavó los pies a sus discípulos en la Última Cena –tarea obligada de los esclavos–. Ha comenzado así la «hora» misteriosa de Jesús, la de pasar de este mundo al Padre, no sin padecer antes la muerte y una muerte de cruz; y lo hizo comenzando con un gesto asombroso: se inclinó ante sus discípulos presentándose como quien «no vino a ser servido, sino a servir y dar la vida en rescate por una multitud» (Mc 10,45). Seguidamente, anuncia su pasión diciendo que uno de ellos lo iba a entregar, y entre enseñanzas y advertencias de lo que tendrán que padecer sus seguidores, el Maestro anuncia su vuelta al Padre, al lugar de donde vino. A pesar de que les había prometido que no los dejaría huérfanos y se volvería a encontrar con ellos (cfr. Jn 14,18), en ese momento percibió la confusión y tristeza de sus discípulos; entonces aparece su palabra alentadora y profética: «Ustedes ahora están tristes, pero yo los volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar» (Jn 16, 22).

Jesús ilustra los dos momentos que deberán atravesar sus apóstoles con una sencilla parábola: se trata de una mujer que va a dar a luz y siente miedo y tristeza por los dolores que preanuncian el parto, pero una vez que tiene en su regazo a su bebé, siente un enorme gozo porque ha nacido un nuevo ser, y todo se olvida ante la alegría que contagia la fiesta de la vida. El ejemplo tan humano y nuestro –aunque con ciertos rasgos alegóricos–, está dirigido a sus discípulos durante la Última Cena; sin embargo, tiene validez como enseñanza para los creyentes de todos los tiempos y nos incluye a nosotros.

Este Evangelio, leído en el tiempo pascual, en el cual los cristianos celebramos la victoria de la Vida sobre todas las formas de muerte, adquiere un esperanzador significado para nuestra Nación. Cristo ha resucitado, es el Viviente y el que nos ha dicho: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Eso quiere decir que no existe realidad humana y social que no pueda ser redimida, cambiada para bien; y para eso debemos emprender toda acción, como escribe san Ignacio de Loyola: «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios» (cfr. Pedro de Ribadeneira, Vida de san Ignacio de Loyola).

A la luz de esta enseñanza, celebremos con sentimientos de gratitud la Patria que heredamos, y al hacer memoria agradecida por el lugar en el mundo que nos ha tocado en suerte, también dejémonos interpelar por la realidad humana que vivimos. Comparto que muchos pueden pensar que no hay motivos para hacer fiesta patria cuando buena parte de nuestro pueblo no se siente invitado, porque no posee igualdad de oportunidades y carece de lo necesario para una vida digna. Las estadísticas veraces son buenas, porque nos advierten dónde estamos parados y nos animan a encarar soluciones; no obstante, los porcentajes invisibilizan el dolor de las familias que sufren la postergación y el desánimo, y eso solo se supera por la cercanía fraterna y cordial de otro argentino. Dolorosamente hemos aprendido en nuestra historia que la inequidad genera violencias. Y si bien las soluciones demandan, en primer lugar, la intervención de las instituciones del Estado, de igual modo, nadie puede sentirse excluido de hacer algo por el prójimo, compartiendo generosamente tiempo, talentos y dineros, como los próceres de la Revolución y la Independencia, que pensaron en nosotros.

Todos podemos ser portadores de la alegría largamente esperada por los que menos tienen en la Argentina si logramos que la solidaridad de muchos triunfe sobre la mezquindad de pocos. Jesús también nos enseñó a enfrentar el pensamiento egoísta y suficiente con la inteligencia humilde del corazón, que prioriza siempre al ser humano (cfr. Mc 2,27) y rechaza que determinadas lógicas obstruyan su libertad para vivir, amar y servir al prójimo .

En el día en que renovamos el deseo de ser una Nación que incluya a todos, me parece oportuno decir que la solución a nuestros desafíos internos –algunos lo llaman deuda social interna–, depende prioritariamente de nosotros, y para eso es conveniente volver a confiar y apostar a las reservas culturales, morales y espirituales de nuestro pueblo, como así también a su capacidad de trabajo e ingenio científico, que unido a la perseverancia en las pruebas, le ha permitido sobreponerse a tantas promesas incumplidas, fracasos y postergaciones. Todos aspiramos a políticas de Estado, que sostengan en el tiempo un desarrollo humano, integral y respetuoso de la Creación, que se espeja maravillosamente en el territorio nacional .

Al final del Evangelio de San Juan que hemos proclamado, Jesús invita a confiar en la oración y a pedir al Padre Dios en su Nombre, con la certeza de que siempre seremos escuchados. Sus promesas no defraudan. Él no sabe de préstanos ni cálculos interesados. Todo lo que viene de Él desborda de abundancia, gratuidad y sin otro interés que nuestro bien, porque «en Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión» .

Nuestra Señora de Luján, engalanada con los colores que nos identifican en el mundo, nos evoca a la Virgen de Nazaret, una joven hebrea que le creyó a Dios y se puso al servicio de su plan de salvación. Ella elevó ese bello cántico de alabanza que rezamos antes del Evangelio. María no fue una mujer remisa, sino que agraciada con la fuerza de lo alto, alabó al Dios justo que «extiende su misericordia de generación en generación…, desplegó la fuerza de su brazo y dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías» (Lc 50-53).

A Ella le decimos: «Virgen Santa, que nos viste nacer y acompañaste nuestra historia con ternura de Madre, aun en los tiempos de la violencia fratricida; ayuda a gobernantes y pueblo, a ser fuertes en la adversidad, superando la confrontación que nos roba la esperanza y a buscar por el fecundo y arduo camino del diálogo, un consenso creativo, tan necesario para que se haga realidad el progreso de nuestra Nación».


[1] Cardenal Jorge Bergoglio, Homilía en el primer Congreso de Evangelización de la Cultura, Buenos Aires, 3 de noviembre de 2006.
[1] Cfr. Discurso del Papa Francisco en el Tercer Encuentro de Movimientos Populares, convocados por el Dicasterio: Desarrollo Humano Integral. Roma, 2016.
[1] Papa Francisco, Misericordiae Vultus, Bula de Convocación del Jubileo de la Misericordia, n° 8.

jueves, 13 de abril de 2017

Misa Crismal 2017 - Cardenal Poli

Misa Crismal

Homilía del cardenal Mario Aurelio Poli, arzobispo de Buenos Aires, durante la Misa Crismal precedida por la adoración al Santísimo Sacramento (Catedral de Buenos Aires, 13 de abril de 2017)

Textos bíblicos: Isaías 61, 1-3a.6ª.8b-9: S.R. 88, 21-22.25.27; Apocalipsis 1,4b-8; Lucas 4,16-21.

Queridos hermanos sacerdotes:

Celebro que esta Misa Crismal, en la que renovaremos nuestras promesas sacerdotales, esta vez, nos haya encontrado juntos orando, adorando al Señor, el dueño de esta viña de Buenos Aires. Seguramente recordamos que Él nos ha elegido primero y por eso, en silencio, nuestra oración comenzó siendo una acción de gracias, porque reconocemos que su mano nos sostuvo con su perdón y su gracia hasta el día de hoy, pero también sabemos que depende de su generosa providencia que no falten nuevos obreros para continuar la obra que nos ha confiado, y entonces, nuestra plegaria se ha transformado en una humilde petición. Rezamos confiados en sus promesas que no abandonan ni defraudan, aunque no desconocemos que seguirá llamando a su tiempo y modo. En lo que nos toca, que no falte en nuestro ministerio la alegría del Resucitado, como testigos de una unción que nos sobra por todos lados , pero que, con su gracia hoy renovamos para ser fieles y generosos en la entrega, de tal manera que los jóvenes que nos rodean, se contagien y se sientan invitados a seguirlo a Él.

Isaías anuncia que de parte de Dios ha recibido un mensaje de consolación. Y en el contexto de la profecía –la que Jesús hace suya en la sinagoga de Nazaret–, Dios asegura que Israel será convertido en un pueblo de sacerdotes y lleno de gloria: «Ustedes serán llamados “Sacerdotes del Señor”, se les dirá “Ministros de nuestro Dios”. Les retribuiré con fidelidad y estableceré a favor de ellos una alianza eterna» (Is 61,8b). Conforme se fue plasmando la promesa divina sobre su pueblo peregrino en el desierto, el sacerdocio de Aarón se transmitió en plenitud a sus hijos «para que hubiera un número suficiente de sacerdotes encargados de ofrecer sacrificios y celebrar el culto divino»(1). Del mismo modo, Dios dio «a los Apóstoles de su Hijo colaboradores de segundo orden, para predicar la fe, y con su ayuda anunciaron el Evangelio por todo el mundo»(2). Pienso que en cada Jueves sacerdotal se actualiza esta profecía, y de un modo especial, en este día en que celebramos su institución, nos dejamos atraer por la verdad y belleza del don que recibimos de su mano.

Entre la profecía y la historia, el libro del Apocalipsis nos ilumina sobre un rasgo esencial de nuestro ministerio: «El Testigo fiel, el Primero que resucitó de entre los muertos, nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, y nos hizo reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (cfr. Ap. 1,5-6)(3). Esto significa que el sacerdocio que brota del costado del crucificado, reconoce que Él es nuestro único Rey, y nosotros somos su reino, ya: «hechos reino»; y lo que fue centro de la predicación y enseñanza de Jesús, ahora es nuestra principal misión: anunciar a todos los hombres que su reino de amor y justicia está presente entre nosotros, todavía en cierne, hasta que Cristo sea todo en todos. Mientras tanto, nuestro sacerdocio debe mediar entre el proyecto providente de Dios, que quiere que todos los hombres se salven –lex suprema-, y los poderes de este mundo que cierran las puertas a sus pequeños. Él nos regaló un sacerdocio de mediación, acaso para alabarlo y entregar generosamente los dones que hemos recibido, «como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1P, 4,10), a su pueblo.

El Evangelio proclamado nos dice que Jesús, fortalecido «con el poder del Espíritu» (Lc 4, 14) regresó del desierto a su pueblo, y en la pequeña sinagoga de Nazaret anuncia que la promesa de Isaías de «un año de gracia del Señor», se ha cumplido. El Siervo de Dios se presenta como quien viene a dar cumplimiento a la profecía, reivindicando los derechos del pobre, la viuda y el huérfano, pero sobre todo, viene a restituir la justicia, los derechos de Dios. Al concluir afirmó «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír». Fueron palabras proféticas, con resonancias que recorrían las escrituras y que no dejaron indiferentes a sus paisanos, quienes furiosos lo expulsaron de la ciudad: «… lo empujaron hasta un barranco, con intención de despeñarlo» (cfr. Lc 4,29). San Lucas ha puesto este pasaje, no sólo como un programa de la misión de Jesús, sino que lo ha compuesto como el inicio de un camino que concluye en la cruz(4). Los sacerdotes nos identificamos con Él cuando aceptamos sin más su invitación: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga» (Lc 9,23).

Hoy iluminan nuestro presbiterio estos amigos de Dios y nuestros, Nuestra Sra. De Luján; la Beata María Antonia de San José y San José Gabriel del Rosario.

La Beata, llamada cariñosamente Mama Antula por los más humildes, vivió apasionadamente el sacerdocio bautismal y asumió con audacia de mujer fuerte el carisma de organizar los Ejercicios Espirituales en los principales pueblos del Virreinato. El señor Cura Brochero, como respetuosamente lo llamaban sus feligreses, fue párroco por décadas de una humilde y postergada zona rural de Traslasierra, en Córdoba. Entre los pobres habitantes de ese postergado paraje, se entregó con alegría y entusiasmo al ministerio ordenado que lo recibió como don. Con infatigable caridad pastoral supo atender las necesidades espirituales y materiales con sus paisanos, logrando una original síntesis entre evangelización y promoción humana. Fue un sacerdote esclarecido por su celo misionero, su predicación evangélica y su vida pobre y entregada hasta el final de sus días.

Estos dos servidores fueron «ungidos con óleo de alegría» (Salmo 88,21). En contextos diferentes y con un siglo de por medio, desparramaron el buen olor de Cristo entre los pobres y los presos, organizaron su apostolado confiando en los frutos que daban los Ejercicios Espirituales para multitudes de hombres y mujeres, y coincidieron en poner sus numerosas obras de misericordia materiales y espirituales al amparo de la providencia divina, que siempre los asistió sobradamente.

Las cartas de la Beata de los Ejercicios son un reflejo de su alma pobre y penitente: «¿Cómo está pasando esto? [-explicaba así su peregrinación-]. ¡Miserable que soy! Yo no lo sé. No obstante, la cosaes así. Además, si usted quiere que yo lo instruya acerca de los cuidados tan amorosos de la Providencia sobre mí –indigna que soy-, sepa que en mis penosos viajes, en Países tan malos, en los desiertos, obligada a pasar ríos, torrentes, he caminado siempre a pies desnudos, sin que nada lamentable me ocurriese…»(5).

Cuando llega a Buenos Aires fue probada: «Hoy me encuentro en esta ciudad buscando la propagación de los Ejercicios Espirituales, y aunque hace once meses que estoy demorada a causa de no tener los permisos del obispo actual (sólo he recibido promesas incumplidas), con todo mi fe no varía y se sostiene en quien la da»(6). Y aconseja una confianza sin reparos en la providencia: «Dios lo hará todo. Su diestra es omnipotente, y en tanto participaremos de su fuerza en cuanto confiemos menos de los auxilios humanos. Cualquiera que solo ponga la mira en estos socorros caducos suministrados regularmente por mano de hombres perderá todas sus empresas, confundirá su fe, se perderá enteramente, y «será maldito el hombre que confía únicamente en otro hombre» (Jr. 17,5)(7).

El joven párroco Brochero supo abajarse para enseñar la comunión eucarística a sus feligreses, y lo hizo a su manera: «Este milagro fue instituir el sacramento de la Eucaristía. Porque la Hostia consagrada es un milagro de amor, es un prodigio de amor, es una maravilla de amor, es un complemento de amor, y es la prueba acabada de su amor infinito hacia mí, hacia Ustedes, hacia el hombre… He ahí la prueba infinita del infinito amor hacia el hombre. Darse a sí mismo!, identificarse con el hombre!, hacerse una sola cosa con el hombre!, unirse para siempre con el hombre, como se unen dos trozos de cera cuando ambos se derriten al fuego, o como se identifican y confunden dos pedazos de metal cuando se funden en el horno. Así dicen los Santos padres, cuando quieren explicar la unión íntima que hay entre Jesucristo y el que recibe dignamente la Hostia consagrada».(8)

En su última carta conocida, el Patrono del Clero Argentino nos decía: «… yo me he considerado siempre muy rico, porque la riqueza de una persona no consiste en la multitud de miles de pesos que posee, sino en la falta de necesidades, y que yo tengo muy pocas, y éstas me las satisface Dios por sí mismo, y las otras por medio de otras personas, como son las relativas a la vista, las relativas a vestirme, prenderme…»(9).

Los dos fueron misioneros y peregrinos, entusiastas catequistas de niños, jóvenes y adultos, conocían los beneficios espirituales de los santos ejercicios y no descansaron hasta levantar generosas Casas(10) para albergar a centenares de hombres y mujeres de las más diversas clases sociales, donde, e n un clima de silencio, oración y penitencia, todos pudiesen reencontrarse con la gracia de la conversión y renovar su condición de bautizados.

Estos dos pequeños del Evangelio en nuestra patria y en nuestra ciudad, nos dejaron una imagen de una Iglesia servidora, inspirados en la enseñanza del Maestro: «Yo estoy entre ustedes como el que sirve» (Lc 22,27). Con el entusiasmo que nos contagian estos peregrinos de la fe, he decidido convocar a un Sínodo arquidiocesano, para hacer «juntos el camino» por los senderos de nuestra historia pasada y presente, con el deseo de prepararnos mejor para evangelizar la población de esta bendita ciudad que nos ha tocado en suerte. El Papa Francisco, precisamente, nos invita a considerar el lugar de nuestro ministerio jerárquico en el clima que conviene a la sinodalidad, y es por eso que nos dice que «en la Iglesia es necesario que alguno ‘se abaje’ para ponerse al servicio de los hermanos a lo largo del camino. Jesús ha constituido la Iglesia poniendo en su cumbre al Colegio apostólico, en el que el apóstol Pedro es la “roca” (cf. Mt. 16,18), aquel que debe “confirmar” a los hermanos en la fe (cf. Lc. 22,32). Pero en esta Iglesia, como en una pirámide invertida, la cima se encuentra por debajo de la base. Por eso, quienes ejercen la autoridad se llaman “ministros”; porque, según el significado originario de la palabra, son los más pequeños de todos».(11)

La Virgen de Luján, Servidora del Señor, sabe de peregrinaciones y sacrificios; a Ella nos encomendamos para que nuestro ministerio se apasione por la evangelización, y le pedimos que nos acompañe en el camino que hemos emprendido.

Card. Mario Aurelio Poli, arzobispo de Buenos Aires

Notas
(1) Ritual de la Ordenación de varios Presbíteros: Oración Consecratoria
(2) Ibídem
(3) Ugo Vanni, Por los senderos del Apocalipsis. Buenos Aires, Ed. San Pablo, 2010, 50-53.
(4) Cfr. Benedicto XVI: Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección. Buenos Aires, Planeta-Ed. Encuentro, 2011, 149-150.
(5) Carta al Padre Gaspar Juárez, Córdoba de Tucumán, 6 de enero de 1778
(6) Carta al Padre Gaspar Juárez, 7 de agosto de 1780.
(7) Carta al Padre Gaspar Juárez, Buenos Aires, 9 de octubre de 1780.
(8) AZNAR, A.: El Cura Brochero y la Eucaristía, Córdoba, Ed. Fenix, 1960, 14.
(9) Carta del Santo Cura Brochero a Nicolás Castellano, 2 de noviembre de 1913.
(10) A la Beata María Antonia de San José se le debe la Santa Casa de Ejercicios en la ciudad de Buenos Aires y al Santo Cura Brochero, la Casa de Ejercicios Espirituales en la Villa cordobesa que lleva su nombre.
(11) Discurso de S.S. Francisco, en el 50° Aniversario de la Institución del Sínodo de los Obispos, el 17 de octubre de 2015.

sábado, 4 de marzo de 2017

Papa Francisco: Homilía de las Tentaciones de 2016

Homilía del Primer domingo de Cuaresma

Domingo 14 de febrero de 2016

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El miércoles pasado hemos comenzado el tiempo litúrgico de la cuaresma, en el que la Iglesia nos invita a prepararnos para celebrar la gran fiesta de la Pascua. Tiempo especial para recordar el regalo de nuestro bautismo, cuando fuimos hechos hijos de Dios. La Iglesia nos invita a reavivar el don que se nos ha obsequiado para no dejarlo dormido como algo del pasado o en un «cajón de los recuerdos». Este tiempo de cuaresma es un buen momento para recuperar la alegría y la esperanza que hace sentirnos hijos amados del Padre. Este Padre que nos espera para sacarnos las ropas del cansancio, de la apatía, de la desconfianza y así vestirnos con la dignidad que solo un verdadero padre o madre sabe darle a sus hijos, las vestimentas que nacen de la ternura y del amor.

Nuestro Padre es el Padre de una gran familia, es nuestro Padre. Sabe tener un amor único, pero no sabe generar y criar «hijos únicos». Es un Dios que sabe de hogar, de hermandad, de pan partido y compartido. Es el Dios del Padre nuestro, no del «padre mío» y «padrastro vuestro».

En cada uno de nosotros anida, vive, ese sueño de Dios que en cada Pascua, en cada eucaristía lo volvemos a celebrar, somos hijos de Dios. Sueño con el que han vivido tantos hermanos nuestros a lo largo y ancho de la historia. Sueño testimoniado por la sangre de tantos mártires de ayer y de hoy.

Cuaresma, tiempo de conversión, porque a diario hacemos experiencia en nuestra vida de cómo ese sueño se vuelve continuamente amenazado por el padre de la mentira —escuchamos en el Evangelio lo que hacía con Jesús—, por aquel que busca separarnos, generando una familia dividida y enfrentada. Una sociedad dividida y enfrentada. Una sociedad de pocos y para pocos. Cuántas veces experimentamos en nuestra propia carne, o en la de nuestra familia, en la de nuestros amigos o vecinos, el dolor que nace de no sentir reconocida esa dignidad que todos llevamos dentro. Cuántas veces hemos tenido que llorar y arrepentirnos por darnos cuenta de que no hemos reconocido esa dignidad en otros. Cuántas veces —y con dolor lo digo— somos ciegos e inmunes ante la falta del reconocimiento de la dignidad propia y ajena.

Cuaresma, tiempo para ajustar los sentidos, abrir los ojos frente a tantas injusticias que atentan directamente contra el sueño y el proyecto de Dios. Tiempo para desenmascarar esas tres grandes formas de tentaciones que rompen, dividen la imagen que Dios ha querido plasmar.

Las tres tentaciones de Cristo.

Tres tentaciones del cristiano que intentan arruinar la verdad a la que hemos sido llamados.

Tres tentaciones que buscan degradar y degradarnos.

Primera, la riqueza, adueñándonos de bienes que han sido dados para todos y utilizándolos tan sólo para mí o «para los míos». Es tener el «pan» a base del sudor del otro, o hasta de su propia vida. Esa riqueza que es el pan con sabor a dolor, amargura, a sufrimiento. En una familia o en una sociedad corrupta, ese es el pan que se le da de comer a los propios hijos. Segunda tentación, la vanidad, esa búsqueda de prestigio en base a la descalificación continua y constante de los que «no son como uno». La búsqueda exacerbada de esos cinco minutos de fama que no perdona la «fama» de los demás, y, «haciendo leña del árbol caído», va dejando paso a la tercera tentación, la peor, la del orgullo, o sea, ponerse en un plano de superioridad del tipo que fuese, sintiendo que no se comparte la «común vida de los mortales», y que reza todos los días: «Gracias te doy, Señor, porque no me has hecho como ellos».

Tres tentaciones de Cristo.

Tres tentaciones a las que el cristiano se enfrenta diariamente.

Tres tentaciones que buscan degradar, destruir y sacar la alegría y la frescura del Evangelio. Que nos encierran en un círculo de destrucción y de pecado.

Vale la pena que nos preguntemos:

¿Hasta dónde somos conscientes de estas tentaciones en nuestra persona, en nosotros mismos?

¿Hasta dónde nos hemos habituado a un estilo de vida que piensa que en la riqueza, en la vanidad y en el orgullo está la fuente y la fuerza de la vida?

¿Hasta dónde creemos que el cuidado del otro, nuestra preocupación y ocupación por el pan, el nombre y la dignidad de los demás son fuente de alegría y esperanza?

Hemos optado por Jesús y no por el demonio. Si nos acordamos de lo que escuchamos en el Evangelio, Jesús no le contesta al demonio con ninguna palabra propia, sino que le contesta con las palabras de Dios, con las palabras de la Escritura. Porque, hermanas y hermanos, metámoslo en la cabeza, con el demonio no se dialoga, no se puede dialogar, porque nos va a ganar siempre. Solamente la fuerza de la Palabra de Dios lo puede derrotar. Hemos optado por Jesús y no por el demonio; queremos seguir sus huellas pero sabemos que no es fácil. Sabemos lo que significa ser seducidos por el dinero, la fama y el poder. Por eso, la Iglesia nos regala este tiempo, nos invita a la conversión con una sola certeza: Él nos está esperando y quiere sanar nuestros corazones de todo lo que degrada, degradándose o degradando a otros. Es el Dios que tiene un nombre: misericordia. Su nombre es nuestra riqueza, su nombre es nuestra fama, su nombre es nuestro poder y en su nombre una vez más volvemos a decir con el salmo: «Tú eres mi Dios y en ti confío». ¿Se animan a repetirlo juntos? Tres veces: «Tú eres mi Dios y en ti confío». «Tú eres mi Dios y en ti confío». «Tú eres mi Dios y en ti confío».

Que en esta Eucaristía el Espíritu Santo renueve en nosotros la certeza de que su nombre es misericordia, y nos haga experimentar cada día que «el Evangelio llena el corazón y la vida de los que se encuentran con Jesús», sabiendo que con Él y en Él «siempre nace y renace la alegría» (Evangelii gaudium, 1).

viernes, 24 de febrero de 2017

Mensaje de Cuaresma 2017 del Papa Francisco

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA CUARESMA 2017

La Palabra es un don. El otro es un don


Queridos hermanos y hermanas:

La Cuaresma es un nuevo comienzo, un camino que nos lleva a un destino seguro: la Pascua de Resurrección, la victoria de Cristo sobre la muerte. Y en este tiempo recibimos siempre una fuerte llamada a la conversión: el cristiano está llamado a volver a Dios «de todo corazón» (Jl 2,12), a no contentarse con una vida mediocre, sino a crecer en la amistad con el Señor. Jesús es el amigo fiel que nunca nos abandona, porque incluso cuando pecamos espera pacientemente que volvamos a él y, con esta espera, manifiesta su voluntad de perdonar (cf. Homilía, 8 enero 2016).

La Cuaresma es un tiempo propicio para intensificar la vida del espíritu a través de los medios santos que la Iglesia nos ofrece: el ayuno, la oración y la limosna. En la base de todo está la Palabra de Dios, que en este tiempo se nos invita a escuchar y a meditar con mayor frecuencia. En concreto, quisiera centrarme aquí en la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro (cf. Lc 16,19-31). Dejémonos guiar por este relato tan significativo, que nos da la clave para entender cómo hemos de comportarnos para alcanzar la verdadera felicidad y la vida eterna, exhortándonos a una sincera conversión.

1. El otro es un don

La parábola comienza presentando a los dos personajes principales, pero el pobre es el que viene descrito con más detalle: él se encuentra en una situación desesperada y no tiene fuerza ni para levantarse, está echado a la puerta del rico y come las migajas que caen de su mesa, tiene llagas por todo el cuerpo y los perros vienen a lamérselas (cf. vv. 20-21). El cuadro es sombrío, y el hombre degradado y humillado.

La escena resulta aún más dramática si consideramos que el pobre se llama Lázaro: un nombre repleto de promesas, que significa literalmente «Dios ayuda». Este no es un personaje anónimo, tiene rasgos precisos y se presenta como alguien con una historia personal. Mientras que para el rico es como si fuera invisible, para nosotros es alguien conocido y casi familiar, tiene un rostro; y, como tal, es un don, un tesoro de valor incalculable, un ser querido, amado, recordado por Dios, aunque su condición concreta sea la de un desecho humano (cf. Homilía, 8 enero 2016).

Lázaro nos enseña que el otro es un don. La justa relación con las personas consiste en reconocer con gratitud su valor. Incluso el pobre en la puerta del rico, no es una carga molesta, sino una llamada a convertirse y a cambiar de vida. La primera invitación que nos hace esta parábola es la de abrir la puerta de nuestro corazón al otro, porque cada persona es un don, sea vecino nuestro o un pobre desconocido. La Cuaresma es un tiempo propicio para abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o en ella el rostro de Cristo. Cada uno de nosotros los encontramos en nuestro camino. Cada vida que encontramos es un don y merece acogida, respeto y amor. La Palabra de Dios nos ayuda a abrir los ojos para acoger la vida y amarla, sobre todo cuando es débil. Pero para hacer esto hay que tomar en serio también lo que el Evangelio nos revela acerca del hombre rico.

2. El pecado nos ciega

La parábola es despiadada al mostrar las contradicciones en las que se encuentra el rico (cf. v. 19). Este personaje, al contrario que el pobre Lázaro, no tiene un nombre, se le califica sólo como «rico». Su opulencia se manifiesta en la ropa que viste, de un lujo exagerado. La púrpura, en efecto, era muy valiosa, más que la plata y el oro, y por eso estaba reservada a las divinidades (cf. Jr 10,9) y a los reyes (cf. Jc 8,26). La tela era de un lino especial que contribuía a dar al aspecto un carácter casi sagrado. Por tanto, la riqueza de este hombre es excesiva, también porque la exhibía de manera habitual todos los días: «Banqueteaba espléndidamente cada día» (v. 19). En él se vislumbra de forma patente la corrupción del pecado, que se realiza en tres momentos sucesivos: el amor al dinero, la vanidad y la soberbia (cf. Homilía, 20 septiembre 2013).

El apóstol Pablo dice que «la codicia es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Esta es la causa principal de la corrupción y fuente de envidias, pleitos y recelos. El dinero puede llegar a dominarnos hasta convertirse en un ídolo tiránico (cf. Exh. ap. Evangelii gaudium, 55). En lugar de ser un instrumento a nuestro servicio para hacer el bien y ejercer la solidaridad con los demás, el dinero puede someternos, a nosotros y a todo el mundo, a una lógica egoísta que no deja lugar al amor e impide la paz.

La parábola nos muestra cómo la codicia del rico lo hace vanidoso. Su personalidad se desarrolla en la apariencia, en hacer ver a los demás lo que él se puede permitir. Pero la apariencia esconde un vacío interior. Su vida está prisionera de la exterioridad, de la dimensión más superficial y efímera de la existencia (cf. ibíd., 62).

El peldaño más bajo de esta decadencia moral es la soberbia. El hombre rico se viste como si fuera un rey, simula las maneras de un dios, olvidando que es simplemente un mortal. Para el hombre corrompido por el amor a las riquezas, no existe otra cosa que el propio yo, y por eso las personas que están a su alrededor no merecen su atención. El fruto del apego al dinero es una especie de ceguera: el rico no ve al pobre hambriento, llagado y postrado en su humillación.

Cuando miramos a este personaje, se entiende por qué el Evangelio condena con tanta claridad el amor al dinero: «Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24).

3. La Palabra es un don

El Evangelio del rico y el pobre Lázaro nos ayuda a prepararnos bien para la Pascua que se acerca. La liturgia del Miércoles de Ceniza nos invita a vivir una experiencia semejante a la que el rico ha vivido de manera muy dramática. El sacerdote, mientras impone la ceniza en la cabeza, dice las siguientes palabras: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás». El rico y el pobre, en efecto, mueren, y la parte principal de la parábola se desarrolla en el más allá. Los dos personajes descubren de repente que «sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él» (1 Tm 6,7).

También nuestra mirada se dirige al más allá, donde el rico mantiene un diálogo con Abraham, al que llama «padre» (Lc 16,24.27), demostrando que pertenece al pueblo de Dios. Este aspecto hace que su vida sea todavía más contradictoria, ya que hasta ahora no se había dicho nada de su relación con Dios. En efecto, en su vida no había lugar para Dios, siendo él mismo su único dios.
El rico sólo reconoce a Lázaro en medio de los tormentos de la otra vida, y quiere que sea el pobre quien le alivie su sufrimiento con un poco de agua. Los gestos que se piden a Lázaro son semejantes a los que el rico hubiera tenido que hacer y nunca realizó. Abraham, sin embargo, le explica: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces» (v. 25). En el más allá se restablece una cierta equidad y los males de la vida se equilibran con los bienes.

La parábola se prolonga, y de esta manera su mensaje se dirige a todos los cristianos. En efecto, el rico, cuyos hermanos todavía viven, pide a Abraham que les envíe a Lázaro para advertirles; pero Abraham le responde: «Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen» (v. 29). Y, frente a la objeción del rico, añade: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto» (v. 31).

De esta manera se descubre el verdadero problema del rico: la raíz de sus males está en no prestar oído a la Palabra de Dios; esto es lo que le llevó a no amar ya a Dios y por tanto a despreciar al prójimo. La Palabra de Dios es una fuerza viva, capaz de suscitar la conversión del corazón de los hombres y orientar nuevamente a Dios. Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don del hermano.

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma es el tiempo propicio para renovarse en el encuentro con Cristo vivo en su Palabra, en los sacramentos y en el prójimo. El Señor ―que en los cuarenta días que pasó en el desierto venció los engaños del Tentador― nos muestra el camino a seguir. Que el Espíritu Santo nos guíe a realizar un verdadero camino de conversión, para redescubrir el don de la Palabra de Dios, ser purificados del pecado que nos ciega y servir a Cristo presente en los hermanos necesitados. Animo a todos los fieles a que manifiesten también esta renovación espiritual participando en las campañas de Cuaresma que muchas organizaciones de la Iglesia promueven en distintas partes del mundo para que aumente la cultura del encuentro en la única familia humana. Oremos unos por otros para que, participando de la victoria de Cristo, sepamos abrir nuestras puertas a los débiles y a los pobres. Entonces viviremos y daremos un testimonio pleno de la alegría de la Pascua.

Vaticano, 18 de octubre de 2016

Fiesta de san Lucas Evangelista.

Francisco

viernes, 8 de julio de 2016

PAPA FRANCISCO – Bicentenario

PAPA FRANCISCO – Bicentenario


Está saliendo en los medios algunos extractos del mensaje del Papa por el Bicentenario de la Independencia. Fue dirigida a Monseñor Arancedo como presidente de la Conferencia Episcopal Argentina.

Acá va el texto completo:

Querido hermano:


En vísperas de la celebración del bicentenario de la lndependencia quiero hacer llegar un cordial saludo, a vos, a los hermanos Obispos, a las Autoridades nacionales y a todo el Pueblo argentino. Deseo que esta celebración nos haga más fuertes en el camino emprendido por nuestros mayores hace ya doscientos años. Con tales augurios expreso a todos los argentinos mi cercanía y la seguridad de mi oración.


De manera especial quiero estar cerca de los que más sufren: los enfermos, los que viven en la indigencia, los presos, los que se sienten solos, los que no tienen trabajo y pasan todo tipo de necesidad, los que son o fueron víctimas de la trata, del comercio humano y explotación de personas, los menores víctimas de abuso y tantos jóvenes que sufren el flagelo de la droga. Todos ellos llevan el duro peso de situaciones, muchas veces límite. Son los hijos más llagados de la Patria.


Sí, hijos de la Patria. En la escuela nos enseñaban a hablar de la Madre Patria, a amar a la Madre Patria. Aquí precisamente se enraiza el sentido patriótico de pertenencia: en el amor a la Madre Patria. Los argentinos usamos una expresión, atrevida y pintoresca a la vez, cuando nos referimos a personas inescrupulosas: "éste es capaz hasta de vender a la madre"; pero sabemos y sentimos hondamente en el corazón que a la Madre no se la vende, no se la puede vender... y tampoco a la Madre Patria.


Celebramos doscientos años de camino de una Patria que, en sus deseos y ansias de hermandad, se proyecta más allá de los límites del país: hacia la Patria Grande, la que soñaron San Martin y Bolívar. Esta realidad nos une en una familia de horizontes amplios y lealtad de hermanos. Por esa Patria Grande también rezamos hoy en nuestra celebración: que el Señor la cuide, la haga fuerte, más hermana y la defienda de todo tipo de colonizaciones.


Con estos doscientos años de respaldo se nos pide seguir caminando, mirar hacia adelante. Para lograrlo pienso -de manera especial- en los ancianos y en los jóvenes, y siento la necesidad de pedirles ayuda para continuar andando nuestro destino. A los ancianos, los "memoriosos" de la historia, les pido que, sobreponiéndose a esta "cultura del descarte" que mundialmente se nos impone, se animen a soñar. Necesitamos de sus sueños, fuente de inspiración. A los jóvenes les pido que no jubilen su existencia en el quietismo burocrático en el que los arrinconan tantas propuestas carentes de ilusión y heroísmo. Estoy convencido de que nuestra Patria necesita hacer viva la profecía de Joel (cf. Jl 4, 1). Sólo si nuestros abuelos se animan a soñar y nuestros jóvenes a profetizar cosas grandes, la Patria podrá ser libre. Necesitamos de abuelos soñadores que empujen y de jóvenes que -inspirados en esos mismos sueños- corran hacia adelante con la creatividad de la profecía.


Querido hermano pido a Dios, nuestro Padre y Señor, que bendiga nuestra Patria, nos bendiga a todos nosotros; y a la Virgen de Lujan que, como madre, nos cuide en nuestro camino. Y, por favor, no te olvides de rezar por mí.


Fraternalmente

Francisco

Y para terminar te dejo la Oración por la Patria

Jesucristo, Señor de la historia, te necesitamos.
Nos sentimos heridos y agobiados.
Precisamos tu alivio y fortaleza.
Queremos ser nación,
una nación cuya identidad
sea la pasión por la verdad
y el compromiso por el bien común.
Danos la valentía de la libertad
de los hijos de Dios
para amar a todos sin excluir a nadie,
privilegiando a los pobres
y perdonando a los que nos ofenden,
aborreciendo el odio y construyendo la paz.
Concédenos la sabiduría del diálogo
y la alegría de la esperanza que no defrauda.
Tú nos convocas. Aquí estamos, Señor,
cercanos a María, que desde Luján nos dice:
¡Argentina! ¡Canta y camina!
Jesucristo, Señor de la historia, te necesitamos.
Amén.


sábado, 26 de marzo de 2016

Homilía del Papa Francisco en la Vigilia Pascual - 26 de marzo de 2016

«Pedro fue corriendo al sepulcro» (Lc 24,12). ¿Qué pensamientos bullían en la mente y en el corazón de Pedro mientras corría? El Evangelio nos dice que los Once, y Pedro entre ellos, no creyeron el testimonio de las mujeres, su anuncio pascual. Es más, «lo tomaron por un delirio» (v.11). En el corazón de Pedro había por tanto duda, junto a muchos sentimientos negativos: la tristeza por la muerte del Maestro amado y la desilusión por haberlo negado tres veces durante la Pasión.
Hay en cambio un detalle que marca un cambio: Pedro, después de haber escuchado a las mujeres y de no haberlas creído, «sin embargo, se levantó» (v.12). No se quedó sentado a pensar, no se encerró en casa como los demás. No se dejó atrapar por la densa atmósfera de aquellos días, ni dominar por sus dudas; no se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las continuas habladurías que no llevan a nada. Buscó a Jesús, no a sí mismo. Prefirió la vía del encuentro y de la confianza y, tal como estaba, se levantó y corrió hacia el sepulcro, de dónde regresó «admirándose de lo sucedido» (v.12). Este fue el comienzo de la «resurrección» de Pedro, la resurrección de su corazón. Sin ceder a la tristeza o a la oscuridad, se abrió a la voz de la esperanza: dejó que la luz de Dios entrara en su corazón sin apagarla.
También las mujeres, que habían salido muy temprano por la mañana para realizar una obra de misericordia, para llevar los aromas a la tumba, tuvieron la misma experiencia. Estaban «despavoridas y mirando al suelo», pero se impresionaron cuando oyeron las palabras del ángel: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (v.5).
Al igual que Pedro y las mujeres, tampoco nosotros encontraremos la vida si permanecemos tristes y sin esperanza y encerrados en nosotros mismos. Abramos en cambio al Señor nuestros sepulcros sellados, para que Jesús entre y lo llene de vida; llevémosle las piedras del rencor y las losas del pasado, las rocas pesadas de las debilidades y de las caídas. Él desea venir y tomarnos de la mano, para sacarnos de la angustia. Pero la primera piedra que debemos remover esta noche es ésta: la falta de esperanza que nos encierra en nosotros mismos. Que el Señor nos libre de esta terrible trampa de ser cristianos sin esperanza, que viven como si el Señor no hubiera resucitado y nuestros problemas fueran el centro de la vida.
Continuamente vemos, y veremos, problemas cerca de nosotros y dentro de nosotros. Siempre los habrá, pero en esta noche hay que iluminar esos problemas con la luz del Resucitado, en cierto modo hay que «evangelizarlos». No permitamos que la oscuridad y los miedos atraigan la mirada del alma y se apoderen del corazón, sino escuchemos las palabras del Ángel: el Señor «no está aquí. Ha resucitado» (v.6); Él es nuestra mayor alegría, siempre está a nuestro lado y nunca nos defraudará.
Este es el fundamento de la esperanza, que no es simple optimismo, y ni siquiera una actitud psicológica o una hermosa invitación a tener ánimo. La esperanza cristiana es un don que Dios nos da si salimos de nosotros mismos y nos abrimos a él. Esta esperanza no defrauda porque el Espíritu Santo ha sido infundido en nuestros corazones (cf. Rm 5,5). El Paráclito no hace que todo parezca bonito, no elimina el mal con una varita mágica, sino que infunde la auténtica fuerza de la vida, que no consiste en la ausencia de problemas, sino en la seguridad de que Cristo, que por nosotros ha vencido el pecado, la muerte y el temor, siempre nos ama y nos perdona. Hoy es la fiesta de nuestra esperanza, la celebración de esta certeza: nada ni nadie nos podrá apartar nunca de su amor (cf. Rm 8,39).
El Señor está vivo y quiere que lo busquemos entre los vivos. Después de haberlo encontrado, invita a cada uno a llevar el anuncio de Pascua, a suscitar y resucitar la esperanza en los corazones abrumados por la tristeza, en quienes no consiguen encontrar la luz de la vida. Hay tanta necesidad de ella hoy. Olvidándonos de nosotros mismos, como siervos alegres de la esperanza, estamos llamados a anunciar al Resucitado con la vida y mediante el amor; si no es así seremos un organismo internacional con un gran número de seguidores y buenas normas, pero incapaz de apagar la sed de esperanza que tiene el mundo.
¿Cómo podemos alimentar nuestra esperanza? La liturgia de esta noche nos propone un buen consejo. Nos enseña a hacer memoria de las obras de Dios. Las lecturas, en efecto, nos han narrado su fidelidad, la historia de su amor por nosotros. La Palabra viva de Dios es capaz de implicarnos en esta historia de amor, alimentando la esperanza y reavivando la alegría. Nos lo recuerda también el Evangelio que hemos escuchado: los ángeles, para infundir la esperanza en las mujeres, dicen: «Recordad cómo [Jesús] os habló» (v.6). No olvidemos su Palabra y sus acciones, de lo contrario perderemos la esperanza; hagamos en cambio memoria del Señor, de su bondad y de sus palabras de vida que nos han conmovido; recordémoslas y hagámoslas nuestras, para ser centinelas del alba que saben descubrir los signos del Resucitado.
Queridos hermanos y hermanas, ¡Cristo ha resucitado! Abrámonos a la esperanza y pongámonos en camino; que el recuerdo de sus obras y de sus palabras sea la luz resplandeciente que oriente nuestros pasos confiadamente hacia la Pascua que no conocerá ocaso.

jueves, 24 de marzo de 2016

Homilía del Papa Francisco en la Misa Crismal - 24 de marzo de 2016

Cada Jueves Santo, en la Misa Crismal, el obispo celebra junto a sus sacerdotes, y en ella renueva las promesas sacerdotales.
Acá las Palabras del Papa Francisco en la misa Crismal de hoy en Roma.
Después de la lectura del pasaje de Isaías, al escuchar en labios de Jesús las palabras: «Hoy mismo se ha cumplido esto que acaban de oír», bien podría haber estallado un aplauso en la Sinagoga de Nazaret. Y luego podrían haber llorado mansamente, con íntima alegría, como lloraba el pueblo cuando Nehemías y el sacerdote Esdras le leían el libro de la Ley que habían encontrado reconstruyendo el muro. Pero los evangelios nos dicen que hubo sentimientos encontrados en los paisanos de Jesús: le pusieron distancia y le cerraron el corazón. Primero, «todos hablaban bien de él, se maravillaban de las palabras llenas de gracia que salían de su boca» (Lc 4,22); pero después, una pregunta insidiosa fue ganando espacio: «¿Pero no es este el hijo de José, el carpintero?». Y al final: «Se llenaron de ira» (Lc 4,28). Lo querían despeñar... Se cumplía así lo que el anciano Simeón le había profetizado a nuestra Señora: «Será bandera discutida» (Lc 2,34). Jesús, con sus palabras y sus gestos, hace que se muestre lo que cada hombre y mujer tiene en su corazón.
Y allí donde el Señor anuncia el evangelio de la Misericordia incondicional del Padre para con los más pobres, los más alejados y oprimidos, allí precisamente somos interpelados a optar, a «combatir el buen combate de la Fe» (1 Tm 6,12). La lucha del Señor no es contra los hombres sino contra el demonio (cf. Ef 6,12), enemigo de la humanidad. Pero el Señor «pasa en medio» de los que buscan detenerlo «y sigue su camino» (Lc 4,30). Jesús no confronta para consolidar un espacio de poder. Si rompe cercos y cuestiona seguridades es para abrir una brecha al torrente de la Misericordia que, con el Padre y el Espíritu, desea derramar sobre la tierra. Una Misericordia que procede de bien en mejor: anuncia y trae algo nuevo: cura, libera y proclama el año de gracia del Señor.
La Misericordia de nuestro Dios es infinita e inefable y expresamos el dinamismo de este misterio como una Misericordia «siempre más grande», una Misericordia en camino, una Misericordia que cada día busca el modo de dar un paso adelante, un pasito más allá, avanzando sobre las tierras de nadie, en las que reinaba la indiferencia y la violencia.
Y esta fue la dinámica del buen Samaritano que «practicó la misericordia» (Lc10,37): primer paso, se conmovió, se acercó al herido, vendó sus heridas, lo llevó a la posada, se quedó esa noche y prometió volver a pagar lo que se gastara de más. Esta es la dinámica de la Misericordia, que enlaza un pequeño gesto con otro, y sin maltratar ninguna fragilidad, se extiende un poquito más en la ayuda y el amor. Cada uno de nosotros, mirando su propia vida con la mirada buena de Dios, puede hacer un ejercicio con la memoria y descubrir cómo ha practicado el Señor su misericordia para con nosotros, cómo ha sido mucho más misericordioso de lo que creíamos y, así, animarnos a desear y a pedirle que dé un pasito más, que se muestre mucho más misericordioso en el futuro. «Muéstranos Señor tu misericordia» (Sal 85,8). Esta manera paradójica de rezar a un Dios siempre más misericordioso ayuda a romper esos moldes estrechos en los que tantas veces encasillamos la sobreabundancia de su Corazón. Nos hace bien salir de nuestros encierros, porque lo propio del Corazón de Dios es desbordarse de misericordia, desparramarse, derrochando su ternura, de manera tal que siempre sobre, ya que el Señor prefiere que se pierda algo antes de que falte una gota, que muchas semillas se la coman los pájaros antes de que se deje de sembrar una sola, ya que todas son capaces de portar fruto abundante, el 30, el 60 y hasta el ciento por uno.
Y como sacerdotes, nosotros somos testigos y ministros de la Misericordia siempre más grande de nuestro Padre; tenemos la dulce y confortadora tarea de encarnarla, como hizo Jesús, que «pasó haciendo el bien» (Hch 10,38), de mil maneras, para que llegue a todos. Nosotros podemos contribuir a inculturarla, a fin de que cada persona la reciba en su propia experiencia de vida y así la pueda entender y practicar —creativamente— en el modo de ser propio de su pueblo y de su familia y también de su persona.
Hoy, en este Jueves Santo del Año Jubilar de la Misericordia, quisiera hablar de dos ámbitos en los que el Señor se excede en su Misericordia. Dado que es él quien nos da ejemplo, no tenemos que tener miedo a excedernos nosotros también: un ámbito es el del encuentro; el otro, el de su perdón que nos avergüenza y dignifica.
El primer ámbito en el que vemos que Dios se excede en una Misericordia siempre más grande, es en el encuentro. Él se da todo y de manera tal que, en todo encuentro, directamente pasa a celebrar una fiesta. En la parábola del Padre Misericordioso quedamos pasmados ante ese hombre que corre, conmovido, a echarse al cuello de su hijo; cómo lo abraza y lo besa y se preocupa de ponerle el anillo que lo hace sentir como igual, y las sandalias del que es hijo y no empleado; y luego, cómo pone a todos en movimiento y manda organizar una fiesta. Al contemplar siempre maravillados este derroche de alegría del Padre, a quien el regreso de su hijo le permite expresar su amor libremente, sin resistencias ni distancias, nosotros no debemos tener miedo a exagerar en nuestro agradecimiento. La actitud podemos tomarla de aquel pobre leproso, que al sentirse curado, deja a sus nueve compañeros que van a cumplir lo que les mandó Jesús y vuelve a arrodillarse a los pies del Señor, glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces.
La misericordia restaura todo y devuelve a las personas a su dignidad original. Por eso, el agradecimiento efusivo es la respuesta adecuada: hay que entrar rápido en la fiesta, ponerse el vestido, sacarse los enojos del hijo mayor, alegrarse y festejar... Porque sólo así, participando plenamente en ese ámbito de celebración, uno puede después pensar bien, uno puede pedir perdón y ver más claramente cómo podrá reparar el mal que hizo. A todos nosotros, puede hacernos bien preguntarnos: Después de confesarme, ¿festejo? O paso rápido a otra cosa, como cuando después de ir al médico, uno ve que los análisis no dieron tan mal y los mete en el sobre y pasa a otra cosa. Y cuando doy una limosna, ¿le doy tiempo al otro a que me exprese su agradecimiento y festejo su sonrisa y esas bendiciones que nos dan los pobres, o sigo apurado con mis cosas después de «dejar caer la moneda»?
El otro ámbito en el que vemos que Dios se excede en una Misericordia siempre más grande, es el perdón mismo. No sólo perdona deudas incalculables, como al siervo que le suplica y que luego se mostrará mezquino con su compañero, sino que nos hace pasar directamente de Ia vergüenza más vergonzante a la dignidad más alta sin pasos intermedios. El Señor deja que la pecadora perdonada le lave familiarmente los pies con sus lágrimas. Apenas Simón Pedro le confiesa su pecado y le pide que se aleje, Él lo eleva a la dignidad de pescador de hombres. Nosotros, en cambio, tendemos a separar ambas actitudes: cuando nos avergonzamos del pecado, nos escondemos y andamos con la cabeza gacha, como Adán y Eva, y cuando somos elevados a alguna dignidad tratamos de tapar los pecados y nos gusta hacernos ver, casi pavonearnos.
            Nuestra respuesta al perdón excesivo del Señor debería consistir en mantenernos siempre en esa tensión sana entre una digna vergüenza y una avergonzada dignidad: actitud de quien por sí mismo busca humillarse y abajarse, pero es capaz de aceptar que el Señor lo ensalce en bien de la misión, sin creérselo. El modelo que el Evangelio consagra, y que puede servirnos cuando nos confesamos, es el de Pedro, que se deja interrogar prolijamente sobre su amor y, al mismo tiempo, renueva su aceptación del ministerio de pastorear las ovejas que el Señor le confía.
Para entrar más hondo en esta avergonzada dignidad, que nos salva de creernos, más o menos, de lo que somos por gracia, nos puede ayudar ver cómo en el pasaje de Isaías que el Señor lee hoy en su Sinagoga de Nazaret, el Profeta continúa diciendo: «Ustedes serán llamados sacerdotes del Señor, ministros de nuestro Dios» (Is 61,6). Es el pueblo pobre, hambreado, prisionero de guerra, sin futuro, el pueblo sobrante y descartado, a quien el Señor convierte en pueblo sacerdotal.
Como sacerdotes, nos identificamos con ese pueblo descartado, al que el Señor salva y recordamos que hay multitudes incontables de personas pobres, ignorantes, prisioneras, que se encuentran en esa situación porque otros los oprimen. Pero también recordamos que cada uno de nosotros conoce en qué medida, tantas veces estamos ciegos de la luz linda de la fe, no por no tener a mano el evangelio sino por exceso de teologías complicadas. Sentimos que nuestra alma anda sedienta de espiritualidad, pero no por falta de Agua Viva —que bebemos sólo en sorbos—, sino por exceso de espiritualidades «gaseosas», de espiritualidades light. También nos sentimos prisioneros, pero no rodeados como tantos pueblos, por infranqueables muros de piedra o de alambrados de acero, sino por una mundanidad virtual que se abre o cierra con un simple click. Estamos oprimidos pero no por amenazas ni empujones, como tanta pobre gente, sino por la fascinación de mil propuestas de consumo que no nos podemos quitar de encima para caminar, libres, por los senderos que nos llevan al amor de nuestros hermanos, a los rebaños del Señor, a Ias ovejitas que esperan la voz de sus pastores.
Y Jesús viene a rescatarnos, a hacernos salir, para convertirnos de pobres y ciegos, de cautivos y oprimidos. en ministros de misericordia y consolación. Y nos dice, con las palabras del profeta Ezequiel al pueblo que se prostituyó y traicionó tanto a su Señor: «Yo me acordaré de la alianza que hice contigo cuando eras joven... Y tú te acordarás de tu conducta y te avergonzarás de ella, cuando recibas a tus hermanas, las mayores y las menores, y yo te las daré como hijas, si bien no en virtud de tu alianza. Yo mismo restableceré mi alianza contigo, y sabrás que yo soy el Señor. Así, cuando te haya perdonado todo lo que has hecho, te acordarás y te avergonzarás, y la vergüenza ya no te dejará volver a abrir la boca —oráculo del Señor—» (Ez 16,60-63).
En este Año Santo Jubilar, celebramos con todo el agradecimiento de que sea capaz nuestro corazón, a nuestro Padre, y le rogamos que "se acuerde siempre de su Misericordia"; recibimos con avergonzada dignidad Ia Misericordia en Ia carne herida de nuestro Señor Jesucristo y le pedimos que nos lave de todo pecado y nos libre de todo mal; y con la gracia del Espíritu Santo nos comprometemos a comunicar la Misericordia de Dios a todos los hombres, practicando las obras que el Espíritu suscita en cada uno para el bien común de todo el pueblo fiel de Dios.